martes, 5 de marzo de 2019

Alegórica

ALEGÓRICA

Antonio Baeza Henríquez, E. B.



Se extiende una línea desde el centro de un círculo hacia un descampado blanco situado hacia el norte, un norte claramente arbitrario que debe permanecer así debido a la imposibilidad práctica de predecir la orientación espacial de una hoja de papel física o imaginaria que intente hacer boceto de lo aquí expresado.

Comienza esto nuevamente.


Puentes sobre el mar de aceite

Se extiende una línea desde el centro de un círculo hacia un descampado blanco situado hacia un arbitrario norte. Mediante dos pasos niveles, dos carreteras de sentido cruzan por debajo de la línea antes nombrada desde el oeste respecto a tal norte arbitrario. Su curva hacia la izquierda -hacia la derecha, desde la perspectiva de su propio avance, cual si fuera tren con maquinista- la redirige hacia mis ojos. Mi pupila es la entrada a este túnel infinito que recorre mis entrañas y que, si bien tiene salidas, pocas señalizaciones ostenta en su estado actual de desarrollo. Las carreteras, alejándose de mis ojos, van girándose hacia allá en torno a su eje longitudinal, aquel que parte a cada una en dos caminos más delgados de igual distancia recorrida. Si hago zoom, veo que tales carreteras luego se enredan en una densa maraña que va formando una ciudad con forma irregular, muy similar a un rollo de película fuera de su carrete o a un papel higiénico asaltado por un gato. Bajo las líneas iniciales y estas carreteras, un mar de azul aceitoso, opaco y gelatinoso, deja ver esferas color rosa flotando como boyas sobre él. Estas boyas delimitan, quizás, dos o más dominios que, al necesitar límite, implican el encapsulamiento de un conflicto que, de desatarse, destriparía a cuánto ser consciente no recorra sin precaución ni prudencia los laberintos formados por los hilos de estas boyas.


La colina del quiebre del espacio

Hacia la derecha de mi visión -de hecho, debo girar mi cuello para configurar esta escena- brilla con ácida luz blanca el abrupto fin del mar en una recta que da paso a una colina plana de blanco inmaculado que es una nada con pendiente, una inexistencia en la cual podemos resbalarnos, un tobogán que, a primera vista, nos lleva a un refrescante -y viscoso- piquero en las aguas lentas. Veo un viajero tirándose. Mis ojos se equivocaron. Poco antes de llegar al agua, el arrojado sujeto se ha desintegrado. Vi su sangre teñir el agua y la colina blanca. Ambas facciones físicas de la distorsión fueron pintadas por un rojo incluso más intenso que el de la sangre común. Me atrevería a decir que se trata del verdadero y oficial color rojo, la frecuencia más baja del espectro visible para nuestros limitados y soberbios ojos. Algo del tiempo-espacio-realidad-existencia se quiebra inevitablemente y sin duda en aquel límite donde yacen los granos del finado. No encuentran mis ojos forma alguna de enfocar esa zona sin que alguna de sus partes se vea borrosa. Se ve como una geometría imposible de captar y procesar íntegramente con el estado actual de la visión binocular humana. Tendré que inventar una forma de ir a recorrer por allá sin morir, ojalá.


El jardín de timbres que nace de la sangre

De la sangre no brota desazón sino que flores multicolores. Es impresionante lo fácil que resulta escribir "flores" y enseguida "multicolores", dada la rima que sugiere encadenamiento de sentidos. Veo que voy tejiendo un mapa; no es más que cartografía esto de la escritura descriptiva. Hace años que abandoné las ideas constructivistas; con todo lo que he hablado y escrito, varios universos ya deberían estar disponibles para los desposeídos y suficiente cáñamo habría para disfrutar, sin escasez. Precisamente, este jardín de flores nacidas de la sangre de una violenta muerte -¿violenta?- no es creado por mí sino que aparece ya existente ante mi débil experiencia, aquella que está arrojada en un prado esperando el tiempo preciso para volver a ponerse de pie. Mi rostro quiere oler tales flores y, para eso, extiendo de a poco mi cuello y me enredo bajo la línea inicial que nació del círculo matriz. Doy caprichosas vueltas a las carreteras que se dirigen hacia la maraña. Giro a la derecha y mi rostro llega a la escena. El cuerpo de este esquiador -ahora, de cerca, veo que es esquiador- está dividido en pedazos de tamaño similar. Parece un jarrón quebrado, inmediatamente congelado en esta nieve que, a propósito, no es nieve sino nada. Mi cara, de hecho, se escarcha en la nada a partir de que en esa nada tampoco hay calor. Ni frio ¿O el frío es la ausencia de calor simplemente y por tanto no existe a pesar de ser nombrado? ¿Puede acaso no existir lo nombrado? Hay frío en esta nada, aunque quizás el frío viene del origen de este cuerpo muerto. Huelo las flores, que presentan formas tan variadas en sus pétalos como triángulos, óvalos, formas tradicionales de pétalos, ramas fractalizadas y diamantes de naipe. Presentan una fragancia común que es mezcla de las particulares y cuyo crisol es visible en el aire: Timbres brotan de los pétalos y de las hojas altas de los tallos. Esos timbres chocan entre ellos y se deshacen dando lugar a alambres muy delgados e incoloros que caen al blanco de la nada a desaparecer. La pared de esta nada, lienzo de la sangre y base terrosa de las flores, parece existir sólo para mis oídos y mis ojos, pues toco y toco y sólo vacío siento. Mi cara está encima de las flores y los timbres secretados por ellas me besan. Colisionan con mi cara y la tiñen de sensaciones que podría resumir como "dulces" y "quemantes". En un ánimo juguetón, he soplado los timbres. Repentina y violentamente, dos planos se disgregan en donde yo estoy. Uno de ellos se lleva mi cabeza a una velocidad cercana de la luz. Tanta fue la rapidez que el grito de mi miedo aún se quedó en esa escena que ahora está tan lejos de mis narices.


El andamio 

Mi cabeza ha amanecido en una jungla muy húmeda que muestra longaniza colgando de distintas vigas dispuestas formando equis y repitiéndose en distintos niveles hacia arriba en un andamio construido quizás para dibujar la obra que es posible mirar desde mi posición y que se encuentra aún en proceso en un techo de hoja de bloc y colores materializados en acuarela. Huelo las longanizas y busco algún sartén en esta escena, pues quisiera freír esos embutidos en el aceite verdoso que veo brotar de hojas pequeñas dispuestas como cerco de ligustrina formando un corral hexagonal que me encierra a mí, a dos ciervos rayados con spray y a un policía polaco sin brazos ni piernas que llora mientras aspira con su nariz los restos de barras de tiza que yacen junto a un inmenso pizarrón de escuela de campo que cuelga de una de las aristas del andamio y que, por cierto, también da cobijo en su travesaño superior a algunas longanizas. Cuando me tomo la cara, percibo que su consistencia se ha vuelto similar a la de la plasticina. Me he sacado un pedazo de mejilla y he moldeado un cigarro que he prendido con el fuego salido de la pistola que ha asesinado al policía polaco y que flota cual si algún ser invisible hubiera acudido a la solicitud de piedad del personaje amargado. Le he pedido a los dos ciervos que se ubiquen cada uno a mi lado. Tomé el cuerpo del difunto policía sin extremidades y lo llevé junto a mí al centro geométrico de la base de los andamios. Un escudo de una nación inexistente, ya derrotada por los crueles imperios del lado infernal de la imaginación, se constituye por la imagen de mi cuerpo de plasticina que cuenta con 37 brazos moldeados con los que abrazo hasta engullir, cual fagocitosis, el ya relajado y siempre digno cadáver de este otrora guardián de la ley que probablemente llegó a este lugar investigando la muerte del esquiador. Los ciervos se han posado fotogénicamente. La pistola se ha evaporado; de las pocas gotas que se condensan y caen ha brotado una flor de cala de cuyos pistilos salen cuellos y cabezas de gansos que comienzan a entonar canciones que van agregando miel como revestimiento de los palos del gran andamio.